En Calgary, Canadá, entre los entrenamientos de fútbol, las horas de trabajo en contabilidad y los ratos de lo que surja con los vecinos, Christianne Boudreau solía usar cada minuto libre que tenía para ver vídeos del Estado Islámico, con la nariz pegada a la pantalla del ordenador.
En el sótano de su casa de clase media, en su barrio de clase media, dentro de la sencilla habitación que una vez perteneció al mayor de sus hijos, Damian, se sentaba Boudreau a ver vídeos de hombres en actitud adolescente posando con imponentes armas. Ha visto tiroteos. Ha visto ejecuciones. Pero Boudreau apenas reparaba en el derramamiento de sangre. Se concentraba en las caras ocultas por los pasamontañas, intentando identificar los ojos de su hijo.
En Copenhague, Karolina Dam vivía consumida por el miedo. Su hijo Lukas ya llevaba siete meses en Siria. Tres días antes, Dam recibió noticias de que había resultado herido a las afueras de Alepo, aunque ella estaba convencida de que había muerto. Aquella tarde, sentada sola, aspirando nerviosa su inhalador, no pudo evitar mandar un mensaje al etéreo mundo de Viber. “Lukas”, escribió, “Mi amado hijo, te quiero muchísimo. Te echo de menos y quiero abrazarte y olerte, sujetar tus manos entre las mías y mirarte sonriendo”.
No hubo respuesta. Un mes más tarde, alguien contestó. Pero no era Lukas.
“Y qué pasa con mis manos jeje”.
Dam no tenía ni idea de quién podría haber accedido al teléfono de su hijo ni a su cuenta de Viber, pero estaba desesperada por obtener alguna información. Intentando mantener la calma, respondió: “Tus manos también, querido, pero sobre todo las de Lukas”.
El desconocido preguntó, “¿Estás preparada para una noticia?”.
“Sí, corazón”, escribió Dam. Pasaron unos segundos y luego, la respuesta:
“Tu hijo está hecho pedazos”.
En Noruega, Torill, cuyo apellido no aparece a petición suya, supo de la muerte de su hijo, Thom Alexander, gracias al mismo que lo convenció para que se fuera a luchar a Siria. La madre necesitaba pruebas de su marcha, así que sus hijas Sabeen y Sara (no son los nombres reales) se reunieron con el reclutador en la estación de trenes de Oslo. El hombre pasó por encima de algunas fotos en su iPad, como el que no quiere la cosa, hasta que llegó a la que estaba buscando: una foto de Thom Alexander con un tiro en la cabeza y un ojo colgando de su órbita.
Cuando recibió la noticia, Torill se limitó a tumbarse. Apenas se movió en una semana. Cuando por fin reunió las fuerzas para ducharse, se quitó la ropa y observó su reflejo en el espejo del baño. Se vio exactamente tal y como se sentía: “Rota, como una vasija”.
En Bruselas, Saliha Ben Ali, una mujer moderna nacida en Europa, de sangre marroquí y tunecina, se encontraba en una conferencia sobre ayuda humanitaria cuando comenzó a sentir un dolor agudo en el estómago. Hacía años que no sentía un dolor como ese. “Fue como cuando estás embarazada y el bebé está a punto de salir”, afirma. Volvió pronto a casa y lloró durante toda la noche.
Tres días más tarde, su marido recibió una llamada de un teléfono sirio. Un hombre les dijo que su hijo de 19 años, Sabri, que adoraba el reggae y las charlas con su madre sobre los acontecimientos mundiales, había muerto el mismo día que la madre cayó enferma. Ben Alí se dio cuenta de que aquellos dolores en su estómago eran los del parto invertido de Sabri: su cuerpo le avisaba de que su hijo estaba a punto de morir.
Estas mujeres son sólo cuatro ejemplos de las miles que han perdido a sus hijos por el Estado Islámico. Desde el comienzo de la guerra civil siria, hace cuatro años, alrededor de 20.000 ciudadanos extranjeros se han abierto camino hasta Siria e Irak para luchar del lado de varias facciones islamistas radicales. Cerca de 3.000 vienen de países occidentales. Si bien algunos se marchan con la bendición de sus familias, la mayoría parte en secreto, arrebatando con su partida todo sentido de normalidad. Después de su marcha, a los padres sólo les queda un tipo de angustia tan irreal como específica. Un sentimiento de pena por la pérdida de un hijo, de culpa por lo que él o ella haya podido hacer, de vergüenza ante la hostilidad que reciben de amigos y vecinos, y de perplejidad y recelo, tras darse cuenta de todo lo que desconocían de esa persona a quien habían traído al mundo. Durante el transcurso del pasado año, docenas de estas madres de todo el mundo se han reunido para tejer una extraña alianza basada en sus pérdidas. A lo que aspiran, más que cualquier otra cosa, es a encontrar un sentido en la sinrazón de lo ocurrido con sus hijos; y tal vez extraer alguna enseñanza de la tragedia de sus muertes.
En abril, visité en Calgary a Christianne Boudreau y me explicó lo ilusionada que estaba cuando Damian descubrió el Islam. Con 46 años, Boudreau mantiene un aspecto vagamente aniñado, con una esbelta nariz y unos inquisitivos y brillantes ojos marrones. Su primer marido abandonó a la familia cuando Damian tenía 10 años, así que el chico se retrajo en su ordenador, huyendo de un mundo que le exasperaba y le excluía. Cuando cumplió 17, intentó suicidarse bebiendo anticongelante.
Poco después de recibir el alta del hospital, Damian dijo a su madre que había descubierto el Corán y, aunque Boudreau lo había educado en el Cristianismo, dio la bienvenida a la conversión de su hijo. Damian se buscó un trabajo y se volvió más social. “Le hizo madurar, le convirtió en mejor persona”, recuerda la madre. Pero en 2011, Boudreau percibió un cambio en su hijo. Cada vez que visitaba a su madre y llamaban por teléfono sus nuevos amigos, sólo contestaba desde fuera de casa. No comía con la familia si había vino en la mesa. Le dijo a su madre que el cuidado de las mujeres era responsabilidad de los hombres y que tener más de una esposa era algo aceptable. Habló de asesinatos justificados. En el verano de 2012, se mudó a un apartamento con algunos amigos musulmanes, justo encima de la mezquita del centro de Calgary, donde iban todos a rezar. Se hizo un habitual del gimnasio y salía con sus compañeros de piso a hacer senderismo por el campo que rodea la ciudad. Por aquel entonces, el conflicto de Siria estaba en sus comienzos y Boudreau no podía más que ver la frecuente agitación de su hijo, que pasaba por una fase nueva que ella esperaba que pudiera dejar pronto atrás. En noviembre, Damian se marchó de Canadá, le dijo a su madre que se mudaba a Egipto a estudiar árabe y a convertirse en imán. Para más inquietud de Boudreau, su hijo cesó todo contacto rápidamente.
El 23 de enero de 2013, después de que Boudreau volviera a casa del trabajo con la espalda dolorida, dos hombres llamaron a la puerta. Le dijeron que eran agentes de la inteligencia canadiense. Damian no estaba en Egipto. Había viajado a Siria con sus compañeros de piso y se había unido a una rama local de Al Qaeda, Jabhat al-Nusra. Cuando se fueron los agentes, relata Boudreau, “me encontraba físicamente mal”. En los días y semanas posteriores, no se le ocurrió nada mejor que escudriñar entre los sitios web yihadistas, buscando a su hijo. “¿Puede haber algo más enfermizo y retorcido?”, afirma.
La mayoría de los jóvenes que huyen para unirse a grupos radicales en Siria practican el takfir, es decir, cortan todos los lazos con los no creyentes, incluyendo sus padres, que se interponen en el camino de su yihad. Sin embargo, a principios de febrero, Damian todavía llamaba a su madre cada dos o tres días, a pesar de que a menudo se encontraba bajo vigilancia. “Puedes escuchar todos los ruidos de fondo”, comenta Boudreau. “Puedes escuchar a personas gritándose unas a otras en árabe”. Una vez, Damian le dijo que había aviones volando bajo, lo que significaba que estaban a punto de lanzar bombas sobre ellos. Salió huyendo mientras Boudreau aún seguía al teléfono. De todas formas, Damian solía ser cuidadoso sobre qué cosas contaba a su madre y ella, a día de hoy, sigue sin saber qué hacía su hijo allí exactamente. Cualquier suposición le revuelve el estómago.
Para cuando llegó la primavera de 2013, las conversaciones ya habían pasado a ser una actividad insoportable. “Primero intentas convencerles de que vuelvan a casa y les suplicas y les imploras; luego sólo intentas mantener algún tipo de conversación normal”. Le preguntó a Damian que cómo se sentiría él si su hermanastro Luke, que entonces tenía nueve años y amaba a Damian como a un padre, se marchara a Siria. Damian respondió que se sentiría orgulloso. “Fue entonces cuando me di cuenta de que mi hijo había desaparecido, que había alguien nuevo ocupando su cuerpo”, afirma Boudreau. Trató de poner a Luke al teléfono, pero no hacía más que mecerse hacia adelante y hacia atrás, llorando y preguntando “¿Cuándo volverás a casa?”, hasta que Damian se enfurecía. Boudreau cuenta que llegó un momento en el que “los ‘te quiero’ terminaron, los ‘te echo de menos’ terminaron”. Y después, también terminaron las llamadas. Más tarde, Boudreau sabría que en aquella época el Estado Islámico se había desvinculado de al-Nusra y Damian se había ido con el EI.
La última correspondencia se produjo en agosto, cuando Damian contactó con Boudreau usando una nueva cuenta de Facebook. Durante el diálogo, ella le implora con actitud vacilante; Damian actúa con formalidad, condescendencia y una inmadurez penosa.
Todavía te echamos mucho de menos y también te queremos mucho.
A todo el mundo le duele que nos abandonaras para poner tu vida en riesgo mientras que nosotros nos pasamos el día preguntándonos si estarás bien o no. Resulta muy, pero que muy difícil para una Madre ver que sus hijos pasan por una angustia como la que yo misma siento… Sólo pensar que no volveré a verte otra vez o abrazarte otra vez, ha roto mi corazón en mil pedazos. Supongo que nunca lo entenderás porque tú nunca serás madre.
Damian respondió esa misma tarde. Está comiendo bien, le dice, ya domina el árabe, se está preparando para buscar una esposa y una casa —estas son las cosas en las que ella debería centrarse—.
Yo también os echo de menos, pero como ya habréis podido suponer, nada ha cambiado respecto a mi fe, mis intenciones o mi situación actual.
Acerca de cuánto os preocupáis y me queréis, ya estaba en mi conocimiento. No es ninguna novedad para mí.
Durante la noche del 14 de enero de 2014, un periodista telefoneó a Boudreau para alertarle de un tuit que decía que Damian había sido ejecutado por el Ejército Sirio Libre en Huraytan, a las afueras de Alepo. Alrededor de Boudreau todo empezaba a emborronarse, así que se centró en una tarea en concreto: tenía que decírselo a Luke antes de que lo viera en televisión. Se lo llevó consigo a la oficina del psicólogo para no tener que decírselo ella sola.
Entrada la noche del 30 de enero, Luke publicó un último mensaje en un hilo de Facebook. Decía:
Te echo de menos y ojalá nunca te hubieran matado.
Tras la muerte de Damian, Boudreau se sentía constantemente al borde de la locura. Lloraba continuamente; no podía dormir. “Cada vez que cerraba los ojos, todo estaba demasiado tranquilo”, relataba. Tenía que mantener la compostura por Luke, por la hermanastra de Damian, Hope, y por su hijastra Paige, aunque confiesa: “Me sentía tan sola y abatida”.
Tan sólo había una persona que pareciera entender por lo que estaba pasando. Poco después de la muerte de Damian, Boudreau entró en contacto con Daniel Koehler, un experto alemán en desradicalización. Koehler, afincado en Berlín, solía centrarse en ayudar a personas que querían abandonar el movimiento neonazi, pero en los últimos años también había comenzado a trabajar con radicales islamistas y sus familias. Tras la muerte de Damian, Koehler permaneció en estrecho contacto con Boudreau, intentando ayudarle a comprender lo que había sucedido con su hijo.
En una entrevista con Koehler, me explicó que Boudreau había sido testigo de un proceso de radicalización clásico. Las fases son notablemente similares para una persona que se une a una secta de extremistas religiosos y para otra que lo hace a un grupo de neonazis. Primero, el recluta se siente eufórico porque al fin ha encontrado una forma de dar sentido al mundo. Intenta convertir a aquellos que le rodean —y, en el caso de los musulmanes radicalizados en los últimos años, transmitirles también el sufrimiento del pueblo sirio—. Segundo, la etapa más frustrante llega cuando el converso se da cuenta de que sus seres queridos no se muestran receptivos a su mensaje. Es entonces cuando comienzan los conflictos familiares: discusiones sobre ropa, alcohol, música. Llegados a este punto, el converso empieza a considerar el consejo de sus colegas de que quizás la mejor forma de ser fiel a sus creencias es abandonar su hogar para mudarse a un país musulmán. En la última fase, la persona vende sus posesiones y, a menudo, se propone adquirir una buena forma física a través de algún tipo de entrenamiento marcial. Con el incremento de su frustración, su deseo de pasar a la acción le abruma, hasta que comienza a ver la violencia como la única solución.
Seis meses después de la ejecución de Damian, Boudreau hizo una visita a Koehler en Berlín, que le presentó a otras tres madres cuyos hijos habían sido asesinados después de unirse a grupos extremistas en Siria. Todas habían traído álbumes de fotos para compartir los recuerdos de sus hijos. De esta forma, encontraron similitudes entre sus historias del proceso de radicalización que habían sufrido. Boudreau descubrió que el hijo de una de las mujeres había sido asesinado en la misma ciudad que Damian. Hablar con las otras mujeres hizo sentir a Boudreau que “la nube negra por fin comenzaba a desaparecer”, afirma. Koehler me dijo que su intención era hacer ver a esas mujeres que “el golpe que han recibido no es un fenómeno único en el universo y que no podían hacer nada por evitarlo”.
Tras su regreso a casa, Boudreau se lanzó al activismo. Si era posible que algo así sucediera a su familia, le pareció evidente que podía pasarle a cualquiera. Con la ayuda de Koehler, fundó dos organizaciones —Hayat Canada y Mothers for Life— para ayudar a los padres de jóvenes radicalizados. Hoy en día viaja por todo Canadá hablando con profesores, estudiantes y departamentos de policía sobre cómo identificar las señales del extremismo en amigos y familiares, y qué hacer al respecto. Boudreau se ha convertido en una habitual de los medios de comunicación. “No estamos educando a nuestros hijos”, me contó mientras hablábamos sentadas en la cocina, con su voz de fumadora, áspera y urgente. “Educamos a nuestros hijos sobre las drogas, el sexo, el alcohol, el acoso… sobre tantos otros asuntos y cómo lidiar con ellos, pero no les estamos enseñando a defenderse de esto”.
Koehler me dijo que, normalmente, hay dos grupos de personas a las que se les da bien abrir los ojos a los jóvenes radicales y ponerlos en el camino de la recuperación: los antiguos radicales y las madres. “La madre es extremadamente importante en el Islam yihadista”, explicó. Mahoma dijo ‘El paraíso se encuentra a los pies de las madres’. Hay que pedirles permiso para hacer la yihad o para decir adiós”. Koehler dice haber tratado a combatientes que intentaban desesperadamente contactar una última vez por Skype con sus madres; para despedirse o para convertirlas, y así poder reunirse en el paraíso. Una ONG austriaca llamada Women Without Borders está abriendo “escuelas de madres” en países bajo el azote del extremismo islamista, como Pakistán e Indonesia, para enseñar a las madres a proteger a sus hijos de la radicalización. Ahora el grupo está construyendo otras cinco escuelas de madres en Europa.
Además, con algunas excepciones, las madres son las únicas que participan en esta labor. En las familias con hijos como Damian, que se convierten al Islam, a menudo el padre es una figura ausente. En las familias de inmigrantes musulmanes en Occidente, los padres suelen estar presentes, pero no se involucran. Magnus Ranstorp, un experto sueco que codirige la Red de la UE para la Sensibilización frente a la Radicalización, afirma que es habitual que los hombres musulmanes se sientan privados de su masculinidad por la sociedad occidental y queden relegados a un segundo plano. “La madre es el soporte”, explica.
Los expertos con los que he hablado también han indicado que las madres y los padres que pierden a sus hijos por culpa de movimientos yihadistas tienden a afrontar la aflicción de formas muy diferentes. Los padres suelen dejarse invadir por sentimientos de culpa y vergüenza: lo pasan mal reconociendo ante los demás que su forma de educar ha sido, de una forma u otra, deficiente. Las madres hacen justo lo contrario. Ansían compartir su dolor con otros, sumergirse en el mundo que solía habitar su hijo e intentar reunir cuanta información puedan sobre lo acontecido. Es su forma de conseguir una pequeña porción de control entre tanta incomprensión. “Se entregan por completo”, me comentó Koehler.
Cuando la visité, Boudreau me llevó a un instituto católico local donde la mayoría de los estudiantes eran refugiados. Les mostró un vídeo que había hecho sobre Damian. Termina con un primer plano de Boudreau cubierta de lágrimas, encarando la muerte de su hijo, dirigiéndose a él: “Cuando llegó el momento final, ¿sentiste miedo?”, pregunta al final del vídeo. “¿Querías que estuviera contigo y que te cogiera de la mano?” Luego, con una voz más serena, casi como de reprimenda: “¿Qué tenía que ver todo esto con Alá?”.
Se produjo un silencio de estupefacción en el auditorio después de que volvieran las luces. Antes de subir al escenario a contestar las preguntas de los estudiantes con una seguridad que ha adquirido después de docenas de discursos, Boudreau se tomó un momento para tranquilizarse. Aunque ya ha visto la película incontables veces, ha estado llorando en la oscuridad.
En febrero, Boudreau recibió un correo electrónico de una mujer de Dinamarca llamada Karolina Dam. “Hola”, escribió. “Me gustaría saber más sobre el proyecto. Yo también he perdido un hijo asesinado en Siria y me gustaría establecer contacto con otras madres en las mismas circunstancias”. El pasado mayo visité a Dam en su apartamento en un barrio de clase obrera de Copenhague. Dam, con su cara redonda y su salvaje pelo cobrizo, me ofreció asiento en su soleado comedor, decorado meticulosamente con colores morados y blancos y adornado con pañuelos y flores de plástico. Preparó una cafetera y pan recién horneado por ella y me contó la historia de su hijo, Lukas, a quien se refiere casi exclusivamente como “mi chico”.
Lukas había sido un chico retraído y sus interacciones sociales solían terminar en conflicto. Cuando tenía diez años, se le diagnosticó síndrome de Asperger y trastorno de déficit de atención, pero en la adolescencia sus problemas se volvieron más serios. Fue arrestado mientras conducía una moto robada; también robó el anillo de compromiso de la madre de un amigo. Dam sospechaba que se había unido a una banda.
Pero luego se presentó un halo de luz en la oscuridad. Lukas entró como aprendiz en un garaje local donde la mayoría de los empleados eran musulmanes. Acogieron al chico y le enseñaron su religión. Dam sólo supo de su conversión algunos meses más tarde, cuando notó que su hijo no comía durante el día. Estaba cumpliendo con el Ramadán.
Al igual que Boudreau, al principio Dam percibió la conversión de su hijo como “un pequeño milagro”. Por fin, su distante hijo se estaba abriendo. Y, al igual que Boudreau, Dam no entendía por qué Lukas se irritaba tanto con ella por poner música, o por qué un día llegó a casa entre sollozos, horrorizado porque su madre no podría reunirse con él en el paraíso a menos que ella se convirtiera también al Islam.
Lukas no había completado el ciclo de su transformación. Seguía mostrando su enfado a menudo; abría agujeros a puñetazos en las paredes de su habitación. Dam, temiendo lo que su hijo fuera capaz de hacer, pidió consejo a trabajadores sociales y decidieron internarlo, pero Lukas se escapó. Empezó a vivir en unos apartamentos alrededor de Copenhague con tres compañeros islamistas, todos hombres mayores que él. Dam presentó una denuncia por persona desaparecida, pero como Lukas llamaba a casa todos los días, afirma Dam, la policía le dijo que técnicamente no estaba desaparecido. Después de regresar a casa, decidió internarlo de nuevo y, mientras recogía sus cosas, encontró un chaleco antibalas bajo su cama. Por entonces Lukas sólo tenía 15 años.
En mayo de 2014, justo después de cumplir los 18, Lukas desapareció. Días más tarde, llamó a Dam desde la frontera turca, diciendo que necesitaba unas vacaciones. “Yo tenía miedo”, recuerda Dam. “Aún es un niño, aún es vulnerable, aún es manipulable. Y el hecho de que se fuera él solo, sin despedirse ni nada, ¡es para acojonarse! Si un chico no le dice adiós a su madre, hay algo que va mal”.
En los meses que siguieron a la marcha de Lukas, mantuvo un contacto constante. “Es como si no quisiera terminar de soltarme”, comenta Dam. Lukas le dijo que estaba trabajando en campos de refugiados turcos, empaquetando ropa, transportando agua, preparando comida. No obstante, según Jakob Sheikh, un periodista danés que está escribiendo un libro sobre Lukas y otros yihadistas daneses, el chico terminó por cruzar la frontera con Siria y se unió a Ahrar al-Sham, una facción islamista con base en la provincia de Idlib. Aun con todo, en la correspondencia con su madre, Lukas suena más como un universitario novato con morriña. “Por favor, llámame otra vez”, escribía Lukas a Dam el 15 de agosto. “Te quiero muchísimo, mamá, eres única”. “Muchos besos, dondequiera que estés”, le respondió Dam, aderezando sus mensajes con emoticonos. Él le preguntaba por el gato; Dam le enviaba archivos de audio con el ronroneo de la mascota. Ella también se interesaba en si hacía falta que le ingresara más dinero en su cuenta bancaria, en parte para asegurarse de que su hijo no le había dado su tarjeta a nadie. En una fotografía de ese periodo se ve a Lukas en Siria, recién lavado para la oración, con su cara y su pelo aún húmedos; parece feliz.
A finales de septiembre, Lukas cayó en el silencio. Aunque Dam no lo sabía todavía, a esas alturas la cúpula de Ahrar al-Sham había sido aniquilada en un ataque del EI y, en el caos resultante, Lukas se unió al Estado Islámico. Cuando reapareció dos meses más tarde, Dam, chateando con él en Viber, intentó persuadirle de que volviera a casa. Le dijo que había reamueblado su habitación —había cubierto con yeso los agujeros de puños y dado una mano de pintura— y había ahorrado dinero para su billete de avión de vuelta a Dinamarca.
Dam le presiona: “Tienes que decirme cuándo vuelves a casa”.
“¡No puedo decírtelo porque no lo sé!”
Esa fue su última conversación. La noche del 28 de diciembre de 2014, recuerda Dam, Adnan Avdic, uno de los amigos musulmanes de Lukas de Copenhague, llamó al timbre de la casa. “Tardaba una eternidad en subir las escaleras, y eso que sólo hay cuatro escalones”, narra Dam. “El joven era un mar de dudas y nerviosismo, sin salir del rellano de la casa, así que tiré de él hacia adentro. Lloraba, no podía mirarme a los ojos”. Alarmada, Dam comenzó a buscar un cuchillo en caso de que necesitara defenderse. “Empecé a gritarle y lo agarré por el cuello”, cuenta Dam. Avdic balbuceó que Lukas se encontraba herido. “Justo entonces”, dice Dam, “supe que había muerto”.
Esa noche, después de marcharse, Avdic envió a Dam un enlace para un grupo privado de Facebook. Ella solicitó el acceso y la aceptaron de inmediato. Dam pudo ver que alguien había colgado una foto de Lukas recostado en el suelo con una AK-47 a su lado y la bandera del Estado Islámico colgada de fondo en la pared. A medida que navegaba por publicaciones más antiguas, los vídeos empezaron a reproducirse automáticamente. “Me pongo a ver vídeos con decapitaciones, violaciones, matanzas… basura de ese tipo, sólo para intentar encontrar algo de información sobre mi chico”, recuerda Dam. No pasó mucho hasta que encontró un comentario de Facebook que describía la muerte de Shaheed, que descubrió era el nombre musulmán de Lukas. Se leía: “Que Alá acepte a nuestro hermano converso danés, de nombre Shaheed, llamado de entre los Shuhadah para reunirse con Alá”. Dam estaba demasiado aterrorizada para escribir nada, pero al final dijo:
este es MI HIJO, está muerto?
CONTACTAD CONMIGO y decídmelo!!!!
Un hombre llamado Abu Abdul Mali no tardó en responder:
Karolina Dam, de hecho tú eres una de las primeras cosas en las que pensó el hermano, y cómo notificártelo [su muerte].
La noticia puede ser difícil para una madre, sin importar si es creyente o no porque el amor de una madre por su hijo es especial, y esa es una de las razones por las que se ha retrasado [la notificación]... Que Alá guíe a la madre en este camino y que Alá acepte a nuestro hermano.
La cabeza de Dam era una tormenta de preguntas. ¿Qué había estado haciendo realmente su hijo en Siria? ¿Cómo había llegado allí siquiera? Sobre todo, no podía entender cómo su hijo, tan torpe con las relaciones sociales, había ocultado a su madre todo aquello con tanta habilidad. Se inunda de lágrimas con sólo pensar en la ofensa de su hijo. Durante las siguientes semanas, estableció contacto con docenas de otros combatientes; con cualquiera que pudiera haber tenido contacto con Lukas, rastreando las redes sociales de los radicales hasta donde le permitían. En parte, su misión tiene un elemento pragmático: Dam no tiene ninguna prueba de la muerte de su hijo y, a no ser que logre alguna, tendrá que esperar cinco años para obtener un certificado de defunción. “¡Todo lo que tengo es un puto estado de Facebook!”, reclama Dam. “No hay nada más”.
Pero más que nada lo que quiere es aprender todo lo que pueda, porque antes no sabía nada. Dam me dijo que había desarrollado técnicas para entablar conversación con los yihadistas y sonsacarles información. “Tienes que representar el papel de madre, aunque en realidad el plan es otro”. Les recuerda que tienen que comer, les llama ‘cariño’ y les regaña cada vez que son maleducados.
Dam giró su pantalla para mostrarme una foto de otro de los amigos de Copenhague de Lukas, Aziz (no es su nombre real), que ella cree que está en Siria. A través de él, ha llegado a saber ciertas cosas de Lukas. Aziz le mandó archivos de audio que Lukas grabó, donde animaba a Aziz a que se uniera a él. (Enviar archivos de audio es un método que usan los combatientes para burlar la vigilancia ya que, a diferencia de las llamadas telefónicas, se puede evitar que los archivos sean escuchados por oídos indeseados). Dam reprodujo algunos de esos archivos para mí. Se escuchan pájaros piando de fondo, coches circulando. Lukas ríe mientras le habla del “hermoso ambiente”. En otra grabación, suena alarmado. “Nuestros hermanos y hermanas están siendo asesinados, los matan como a pollos, gallinas, animales”, le dice, y su voz tiembla de ira. En otra más, le dice a Aziz que se ha casado, algo de lo que Dam no sabía nada.
“A este tío, Aziz, le he preguntado exactamente, ¿sabes si mi chico ha decapitado a alguien?” Afirma Dam. Ahora está casi gritando. “¡Necesito saberlo!”. Los combatientes son agradables con ella. Le dicen que Lukas se quedaba al margen de la violencia y en ocasiones a Dam le agrada creerles. Sheikh, que ha contrastado este hecho con otros combatientes y con la inteligencia danesa, afirma que no es del todo cierto: en sus últimos meses en Siria, Lukas era un soldado.
Desde que su hijo se marchara a Siria, Dam ha envejecido. En su cara se nota el aumento de peso y las arrugas del dolor. Sobre la chimenea de la sala de estar tiene un pequeño santuario dedicado a Lukas, a falta de una tumba apropiada. En el centro hay un tarro de madre, un frasco de arcilla con asas que los daneses, por tradición, rellenan con comida y regalan a las madres que acaban de dar a luz. Antes de marcharse, cuando su fe se radicalizaba cada vez más, le pidió a Dam que quitara todos los logotipos de sus camisetas. Ella nunca llegó a hacerlo, pero después de la muerte de Lukas, descubrió que una de las camisetas que solía llevar seguía sin lavar. Todavía conservaba el olor de su chico. La metió en una bolsa de plástico para mantener su esencia y la guardó en el tarro de madre.
En marzo, un combatiente del Estado Islámico, nacido en Noruega, conocido por sus camaradas como Abo Sayf al Muhajir, recibió un tiro en la cabeza a las afueras de Kobani, al norte de Siria. Esa semana dio la casualidad de que su madre, Torill, estaba leyendo un artículo en el periódico sobre Lukas y se forzó a sí misma a escribir algunas frases en el Facebook de Dam. Cuando visité a Torill en su apartamento de Halden, una pequeña ciudad sobre el agua a unos 120 kilómetros al sur de Oslo, habían pasado dos meses exactos de la muerte de Abo Sayf —aunque para su madre su nombre siempre será Thom Alexander—. De todas las madres que había conocido, Torill era la que había sufrido la pérdida más reciente. Sin embargo, apenas había tenido la oportunidad de pensar en lo que pasó con su hijo, puesto que la misma amenaza se cernía sobre sus hijas.
Para cuando Torill, una pequeñita mujer rubia y de facciones delicadas, terminó de contarme el caso de Thom Alexander, las líneas generales de la historia ya me resultaban familiares. Había un padre ausente, muerto por una sobredosis de heroína cuando Thom Alexander tenía siete años. Su hijo había sido diagnosticado con trastorno de hiperactividad con déficit de atención a los 14; con apenas 20 años fue detenido por delitos menores y entraba y salía de las clínicas de desintoxicación por adicciones a unas drogas cada vez más fuertes. Una vez incluso se le declaró clínicamente muerto. Entonces, Thom Alexander descubrió una copia del shahadah, la declaración de fe musulmana, en el vestuario de un gimnasio y se convirtió en un hombre nuevo. Dejó la heroína y comenzó a llamar a su madre; consiguió un trabajo en una guardería y se casó con una linda chica marroquí. “Fue como tener un hijo nuevo, un hijo bueno”, comenta Torill, suspirando.
Mientras hablábamos sentadas en la sala de estar, Sabeen, la hija de 17 años de Torill y hermanastra de Thom Alexander, entró lentamente en la habitación. Tiene el pelo largo y oscuro, con un rostro redondo y travieso e iba vestida con un chándal ancho. Se dejó caer en el sofá biplaza y se rellenó la boca con un poco de tabaco de mascar. Tras su conversión, dice Torill, Thom Alexander empezó a estar más presente en la vida de Sabeen. También la llevaba, a veces junto a su hermana de 28 años Sara, a su apartamento en Oslo, donde les hablaba de su nueva religión. “Me explicó lo hermoso que es el Islam”, me comentó Sabeen con voz ensoñadora. Un día de octubre de 2013, Thom Alexander llevó a Sabeen a su mezquita, donde dos mujeres le enseñaron a rezar. Al día siguiente, se convirtió.
En aquel tiempo, la guerra en Siria estaba en todos los telediarios y Thom Alexander pasaba el tiempo organizando campañas de recolección de ropa para refugiados. Torill hizo prometer a su hijo que no iría a Siria. Pero no tardó mucho en divorciarse de su primera esposa y casarse con una mujer somalí, que insistía en que se mudaran a un país musulmán. Al cabo de un año, Thom Alexander dijo a su madre que ya no podía mantener su promesa.
En la primavera de 2014, Torill recibió una visita del PST, el servicio de inteligencia de Noruega. Según afirma Torill, los agentes le dijeron que sospechaban que Thom Alexander era miembro de la organización wahabista Profetens Ummah, con base en Oslo, y que estaba planeando abandonar Noruega para unirse al Estado Islámico. El PST le pidió a Torill que les avisara si surgía cualquier cosa, algo que hizo cuando se dio cuenta de que Thom Alexander había vendido todas sus pertenencias. Había escuchado que este es el tipo de cosas que hacen las personas que están a punto de salir en dirección al califato. Pero el PST no resultó de mucha ayuda. “Tenía la impresión de que no se lo tomaban muy en serio”, declara Torill.
La última vez que vio a Thom Alexander fue el 26 de junio de 2014. Llegó a casa de su madre para preparar pizza, vestido con ropas occidentales y con la barba afeitada. Hay familias que interpretan este cambio como un giro esperanzador, un signo de que su hijo está regresando a la vida secular. Pero Torill había escuchado que era otra costumbre más entre los jóvenes que se preparaban para marcharse a Siria. La madre tenía preparados minuciosos planes para detener a Thom Alexander en el caso de que se acercara su partida. Podría usar su historial como adicto y criminal para hacer que le arrestaran; podría ir al aeropuerto y montar un espectáculo. Pero en cuanto le vio desenrollar la masa de la pizza, se quedó paralizada. Se quedó tan petrificada, tan aterrorizada, afirma, que no guarda ningún recuerdo más de lo que sucedió aquel día.
Después de que Thom Alexander dejara la casa, unos individuos de Profetens Ummah lo llevaron al aeropuerto. Torill estaba en lo cierto: se había afeitado la barba y ataviado con ropas occidentales no para iniciar una transición de vuelta a la vida europea, sino para que le fuera más fácil pasar la seguridad del aeropuerto y el control fronterizo. A pesar de que el PST le tenía bajo vigilancia, no impidieron que Thom Alexander se agenciara un pasaporte y abandonara el país. Thom Alexander telefoneó a Torill desde Siria unos días más tarde. En estado de pánico y con lágrimas en los ojos, Torill llamó al PST para decirles que su hijo se había ido. “Me dijeron, ‘Gracias, ¿algo más?”, recuerda.
Ocasionalmente, Thom Alexander llamaba a casa y escribía mensajes de Facebook a su madre. Le decía que conducía un camión en Al Raqa, la capital del Estado Islámico. Le mandó vídeos de su apartamento y de su calle, además del restaurante donde sus camaradas y él comían pollo asado. “Cien por cien halal”, afirmaba sonriente. Cuando hablaba por Skype con Sabeen, notaba que él mantenía la conversación centrada en ella. Una vez, estando ella de visita a la familia de su padre en Pakistán, Thom Alexander le pidió que le encontrara una esposa para él. “Miré a mi alrededor, pero nadie estaba disponible”, recuerda Sabeen sonriendo avergonzada.
Cierto día, una bomba cayó a 45 metros de donde se encontraba Thom Alexander y acabó con la vida de varios niños. “Si quieres, te puedo mandar fotos de los niños para que veas cómo es esto”, escribió a su madre. Torill pone los ojos en blanco mientras lee este mensaje en voz alta. Está examinando la correspondencia de su hijo, algo que no hace desde su muerte. Le pregunto cómo se siente al volverlo a leer. “Oh, no siento nada, lo bloqueo todo”, afirma, y se pasa la mano por delante de la cara. En otro mensaje, ella le pregunta si ha visto alguna decapitación. “No”, responde, “pero he visto las cabezas decapitadas tiradas por ahí”. Cerró esta oración con un emoticono sonriente. A finales de marzo, Ubaydullah Hussain, líder de Profetens Ummah, llamó a Torill para decirle que Thom Alexander había muerto. 2
Nos sentamos en el balcón de Torill en Halden, con vistas a su pequeña y verde ciudad. “Solía ser feliz, más feliz que la mayoría”, dice Torill, con el gesto impertérrito tras unas grandes gafas de sol. “Pero ahora no sé cómo seguir viviendo”. Hay veces en que los comentarios de los demás le dejan el ánimo por los suelos. Su vecina de abajo le dijo que era una mala madre. “Si hubiera sido mi hijo”, recuerda que le dijo la vecina en cuestión, “le habría cortado las manos”. Hay días, continúa Thorill, “que querría ser lobotomizada de tanto dolor”.
Sin embargo, no puede permitirse abandonarse al duelo. Después de que Thom Alexander se marchara, Torill llamó a dos jóvenes musulmanes que trabajan desradicalizando a jóvenes noruegos: Yousef Bartho Assidiq y Faten Mahdi al-Hussaini. Había oído hablar de ellos en televisión. Tras la muerte de Thom Alexander, la pareja básicamente se mudó a la casa de la familia para ayudarles a salir adelante. El comportamiento de Sabeen había empeorado y demandaba atención. La horrenda visión de la foto del cuerpo de su hermano había desencadenado un sentimiento destructivo en su interior. No podía concentrarse en la escuela y lo pasaba mal cuando comía en la cafetería. “Tenía la sensación de que todo el mundo me miraba”, declara. “Me gusta la atención, pero no ese tipo de atención”. Assidiq y Mahdi se dieron cuenta de que chateaba frecuentemente con Hussain, el líder de Profetens Ummah. Y las conversaciones derivaron en flirteo.
La noche antes de la misa conmemorativa de Thom Alexander, la policía se llevó a Sabeen para interrogarla. Luego informaron a Assidiq y Mahdi de que la chica tenía pensado fugarse con Hussain en unos pocos días. Los activistas contactaron con la municipalidad de Halden, que les ofreció financiación para llevarse de inmediato a Sabeen de vacaciones a Grecia, simplemente para alejarla de él. Fue sólo después de que Sara presentara cargos contra Hussain cuando este cortó todo contacto con Sabeen. Assidiq y Mahdi le quitaron el pasaporte.
Más tarde, justo cuando Sabeen parecía fuera de peligro, Sara cayó en la influencia de Profetens Ummah. En junio, se casó con el portavoz del grupo, Omar Cheblal. La ceremonia se celebró a través de Skype, puesto que Cheblal acababa de ser deportado de Noruega después de ser considerado una amenaza para la seguridad nacional. A causa de esto, se divorciaron y Assidiq y Mahdi le retiraron el pasaporte también a Sara.
Ranstorp, el experto en desradicalización de la Unión Europea, me explicó que no se trata de un fenómeno aislado. Una vez que los conversos llegan a Siria, muchos intentan que sus hermanos se unan a ellos. Después de la muerte de un combatiente, a menudo los reclutadores se centran en las familias, con el objetivo de que les ofrezcan más hijos. En lo que respecta a los hermanos, a veces confraternizan con los yihadistas como un mecanismo de supervivencia, aclara Koehler. “Para poder encontrar un sentido a lo acontecido, puede suceder que acaben respaldando cualquier opción que ofrezca un propósito y una explicación para la muerte de su hermano”. Cada vez que un hijo abraza el Islamismo militante, “tenemos que someter a tratamiento a toda la familia”.
La cuestión de cómo salvar a un hijo en peligro de ser radicalizado es una preocupación constante para muchas de las madres. Dam, por ejemplo, se culpa a sí misma por no haber ayudado a Lukas a encontrar una identidad musulmana honrada. “Debería haber llevado a Lukas, una o dos veces por semana, a un imán respetable y luego haberle esperado en el coche”, se lamenta Dam. “Todas las madres de conversos deberían hacer esto. Los niños no saben diferenciar el Islam honesto del radical, y nosotras tampoco lo sabemos porque no somos musulmanas”.
En mayor medida que las demás, Torill tenía cierto entendimiento del proceso que estaba experimentando. Sabía que Thom Alexander estaba siendo reclutado para luchar en Siria y le hizo jurar que no iría. Llamó a los servicios de inteligencia tres veces y, aun así, como descubrió a su pesar, en la mayoría de los países occidentales es asombrosamente difícil que el gobierno se decida a intervenir. En ningún país europeo es ilegal viajar a Siria, ni por supuesto a Turquía. Las estrategias de reclutamiento del EI, afirma Ranstorp, se mueven mucho más rápido que las torpes burocracias occidentales. Ahora el grupo anima a los reclutas a dividir sus itinerarios hasta en cuatro trayectos diferentes para evitar ser detectados. Algunos combatientes europeos se aprovechan de las fronteras abiertas dentro de la Unión Europea y, simplemente, van en coche hasta Turquía a través de Bulgaria.
Incluso en el caso de menores de edad, los gobiernos no consiguen ejercer su autoridad para impedir que viajen a Siria. Después de la muerte de Lukas, Dam fundó un grupo llamado Hijos e Hijas de Madres Escandinavas. Una mujer danesa con la que habla con regularidad usa el nombre de Miriam en la prensa. Miriam es musulmana y advirtió de inmediato el peligro cuando su hijo Karim (no es su nombre real) empezó a frecuentar la compañía de islamistas radicales en Copenhague. Alertó a las autoridades, destruyó su pasaporte y se aseguró de que el Gobierno danés marcaba su expediente para que no pudiera conseguir otro pasaporte. En cuatro meses, Karim, que por entonces tenía 17 años, ya estaba en Siria. Había falsificado la firma de su padre en el impreso de consentimiento parental para obtener un pasaporte nuevo. (Dam descubriría con el tiempo que Karim y Lukas habían sido amigos y que fue Karim quien le había escrito para decirle que Lukas estaba “hecho pedazos”).
Parte del problema radica en que el fenómeno de reclutamiento del EI es tan nuevo que los esfuerzos para contrarrestarlo aún no están lo bastante preparados. Muchos países occidentales acaban de empezar a pensar en los reclutas yihadistas en términos de prevención, en vez de centrarse en el castigo y la rehabilitación. A menudo, padres como Torill, que llegan a dar la voz de alarma, son tratados simplemente como fuentes de información para la inteligencia. Los gobiernos tampoco se muestran demasiado entusiastas a la hora de devolver a su país a los radicales que ya se han marchado. Un funcionario estadounidense me confesó en privado que EEUU prefiere que sus nacionales radicalizados combatientes en Siria mueran allí a que vuelvan a casa.
Mientras tanto, los activistas que luchan contra la radicalización, lamentablemente no disponen de recursos suficientes. Las escuelas de madres dirigidas por Women Without Borders no aguantarán en funcionamiento otro año más. Assidiq y Mahdi, los activistas afincados en Oslo que salvaron a las hijas de Torill, no reciben ninguna financiación del gobierno para su organización, Just Unity. Ambos llevan meses de retraso en el pago de sus alquileres. Ranstorp y su equipo de trabajo son tan solo eso, un grupo de trabajo. Sus debates, me comentó, son “como el Día de la Marmota”. ”No disponemos de instrumentos legales”, explica. “Únicamente podemos retrasarlos”.
Una mañana de mayo, dos mujeres pequeñitas, Dominique Bons y Valerie, esperaban de pie en la estación de trenes Gard du Nord de París. Ambas vestidas con vaqueros en esa cálida mañana de primavera, ambas con el pelo corto. El gentío se amontonaba a su alrededor, pero las dos permanecían aisladas, sumergidas en una conversación animada. Llegó un tren de Bruselas y al momento vieron a Saliha Ben Ali abriéndose paso entre el tumulto con una pequeña maleta. Las tres mujeres estallaron en muestras de afecto, como amigas de la infancia que se reúnen después de mucho tiempo. Durante el resto del día, las tres mujeres pasaron de cafetería en cafetería, hablando, bebiendo café y mojitos y riendo casi sin cesar. El alivio que sentían en compañía de las otras era abrumador.
Fue la única vez que percibí alivio en el dolor de estas madres, cuando se encontraban con otras madres como ellas. Es una de las pocas veces que sienten, me comenta Ben Ali, que no son “malas madres”. La mayoría del tiempo, les asedian la incomprensión y los prejuicios. Torill me dijo que había ido a ver a un psicólogo, su consejo fue que lidiara con su dolor escribiendo una carta a Thom Alexander para decirle “vete a la mierda”. “Me dijo que todos los que se unían al EI merecían una bala en la cabeza”, relata Torill. Los amigos les dan la espalda y descubren que sus maridos o parejas no entienden su necesidad de hablar de sus hijos constantemente. La pareja de Boudreau, por ejemplo, no puede entender por qué, pasado año y medio de la muerte de Damian, su hijo aún sea una fijación para ella.
Con las otras madres, hay mucho que no hace falta explicar. Simplemente lo saben. Torill y Dam nunca se han conocido, ya que ninguna tiene dinero para viajar, pero hablan por chat constantemente, en Facebook y Skype. Para Torill, Dam es una experta. “Ella pasó por esto antes que yo y es capaz de anticipar lo que voy a sentir más adelante”, dice Torill. Boudreau también ha encontrado alivio en estas reuniones virtuales. “Es gracioso, cuando Karolina y yo nos vemos en Skype, o cuando algunas de las madres y yo nos reunimos en Skype, y de repente surge algo en particular que nos pone a todas a llorar”. Estas conversaciones les hacen sentir, según explica, como si siguieran “siendo humanas”.
Bons, Ben Ali y Valerie han forjado una profunda amistad, aunque sus caminos no se habrían encontrado nunca de no ser por sus hijos. Bons, una mujer bajita de sesenta años de Toulouse, jubilada del ejército, con el pelo teñido de rubio y unos impresionantes ojos azules, perdió dos hijos en el EI. Su hijo Nicolas y su hijastro Jean-Daniel huyeron a Siria en marzo de 2013. Kean-Daniel murió en agosto con 22 años; en diciembre, Bons recibió un mensaje de texto diciendo que Nicolas estaba muerto, con 30 años. Según parece, condujo un camión repleto de explosivos contra un edificio en Homs.
Ben Ali, una mujer rechoncha con ojos chocolateados que transmiten congoja, es musulmana, pero lleva pantalones bombachos y no se cubre el pelo. Sus cuatro hijos nacieron en Bélgica. “Practico mi Islam discretamente”, me comentó Ben Ali cuando hablamos por primera vez esta primavera. Pero la discreción no era suficiente para su segundo hijo, Sabri. En agosto de 2013, se fue de casa sin mediar palabra. Cuatro días después, le envió un mensaje a Ben Ali a través de Facebook: “Mamá, estoy en Siria y nos reuniremos en el paraíso”. Durante meses intentó razonar con él. “Hay siete condiciones para que sea considerada una yihad”, explica Ben Ali. “Para mí, la guerra en Siria no es yihad… es una guerra civil”. Sus esfuerzos eran coherentes con los consejos de Koehler: usar la teología musulmana para romper el lavado de cerebro. Pero Sabri no aceptaría diálogo alguno. Después de la muerte de su hijo, un vecino musulmán de Ben Ali en Bruselas se le acercó y le dijo, “Tu hijo es un mártir. Ahora cierra la puerta y no vuelvas a hablar más de él”. Ella respondió que nunca pararía de hablar de Sabri y el vecino no volvió a dirigirle la palabra.
Valerie, que solicitó que no se mencionara su apellido, es la única madre que conocí cuya hija sigue viva. Su hija de 18 años, Léa (no es su nombre real) vive en algún lugar de Alepo. Cuando Léa tenía 16 años se hizo amiga, sin conocimiento de Valerie, de un argelino de 22 años que la convirtió y la radicalizó. El 5 de junio de 2013, Léa abrazó y besó a su madre después de la cena; a continuación dejó la casa y desapareció. Valerie pensó que había sido secuestrada, pero Léa y el argelino se las habían ingeniado para llegar a Siria. Valerie, casi con un instinto animal, anhela que su hija vuelva a casa. Pero también entiende que, en cierto sentido, Léa ya no es su hija. Sus llamadas telefónicas y sus mensajes de WhatsApp suenan programados, robóticos. Hace diez meses, Léa dio a luz a un pequeño, y su tono se suavizó un poco. A veces pide consejo maternal a su madre y Valerie cree que, ahora que su hija también es madre, puede entenderla un poco mejor. Aun así, Valerie sabe que, incluso si pudiera de alguna forma rescatar a Léa y a su bebé, la tarea de reintegrarla en una vida normal sería irremediablemente titánica. El estado de suspense le resulta agotador. “Si me dijeran que mi hija ha muerto”, confiesa Valerie, llorando, “tal vez sería más fácil”.
Pero aquella tarde en París, las madres no se reunieron para hablar de sus hijos. Querían hablar de su activismo y de las constantes preguntas de los medios de comunicación, sobre qué periodistas hay que evitar y con cuáles han decidido hablar. Describían cómo los equipos de televisión invadían sus hogares durante días y lo difícil que les resulta convencer a sus familias de que participen una vez tras otra en el activismo. Salir a la luz pública ha resultado ser una labor considerablemente más difícil de lo que ninguna de ellas había previsto. Les han insultado y acusado de fracasar como madres. Pensaron que el activismo les ayudaría a combatir el dolor, pero cada entrevista hace que vuelvan a aflorar en ellas las peores emociones que jamás habían experimentado. “No puedo hablar de este tema 24 horas al día”, se quejaba Valerie. “No puedo vivir así”.
Y a pesar de todo, desde que sus hijos se marcharon, el EI se ha convertido en todo el universo de estas madres. Son expertas en la geografía de Siria, en las facciones involucradas en esta guerra civil que dura ya cuatro años, se han especializado en la jerga de la yihad. Cuando estos jóvenes hombres y mujeres se fueron a Siria, sus madres partieron con ellos, ¿cómo no iban a hacerlo? Algunas veces, esto conlleva mucho más que seguirlos hasta las profundidades de las redes sociales del Estado Islámico. Esta primavera, Ben Ali y dos madres más intentaron cruzar la frontera Siria para ser testigos de lo que sus hijos habían visto durantes sus últimos meses de vida. Fueron detenidas por las autoridades turcas en la frontera, aunque Ben Ali me explicó que la miseria de los refugiados sirios en la zona les ofreció cierta perspectiva y comprensión sobre por qué sus hijos las habían abandonado. “Ahora puedo decir que mi hijo demostró un gran valor”, dice Ben Ali. Su tarea no es atípica, me contó Ranstorp. “Hay muchos padres buscando a sus hijos en Turquía o intentando entrar ellos mismos en Siria… Algunos han sido apresados por el Estado Islámico”.
Por el momento, soltar el lastre no es una opción para ninguna de las madres. Olvidarse del asunto supondría ver como los hijos de otras madres caen en las redes de imanes radicales y terminan como terroristas suicidas. Pasar página significaría cortar la última conexión con sus propios hijos. A través del activismo, a través de una interminable búsqueda de respuestas, cada una de ellas ha descubierto su propia forma de mantener vivo a su hijo, sin importar el desgaste psíquico. Dam me contó que, cada día al despertarse, experimenta un brevísimo instante de olvido, un momento parecido a su anterior vida. Luego, dice “Me veo arrastrada a un mundo completamente nuevo que ni siquiera sabía que existía”.
Boudreau se encontraba sentada en una silla alta en la mesa de su apretada cocina, que también hace las veces de despacho. Estaba al teléfono con el padre de una joven de nombre Hoda que había abandonado su hogar en Alabama para unirse al EI en Siria. Boudreau escuchaba atentamente la descripción del padre de cómo Hoda había estado preparándole para la muerte de ella. Se habían intensificado los bombardeos aéreos sobre Jordania y todas las personas a su alrededor estaban muriendo.
“Sólo quiero hacerte saber que estoy aquí para apoyarte de cualquier forma que pueda”, le decía Boudreau, con su voz rebosante de empatía. “Incluso si lo único que necesitas es gritar y llorar y chillar, o si quieres entrar en contacto con otras personas en busca de apoyo y consejo, sólo tienes que decírmelo y haré todo lo que pueda para ayudarte”.
Después de la llamada, Boudreau tenía diez minutos para ir al supermercado para coger un par de latas de salsa de tomate y unos paquetes de espagueti para cenar. Luego se cruzó la ciudad a toda velocidad para recoger a su hijastra Paige del colegio. Mientras esperábamos en el coche, Boudreau ofreció una larga y conmovedora entrevista telefónica con la BBC. Cuando Paige, una chica desgarbada con gafas, brincó en el asiento trasero del coche, la voz de Boudreau seguía congestionada, y sus respuestas al charloteo de Paige parecían distraídas. Tenía que llegar a casa y dar de comer a sus hijos antes de una teleconferencia con representantes de la comunidad somalí en Edmonton, que buscaban financiación estatal para una iniciativa de desradicalización. Y también tenía que hacer las maletas: a las 6 a.m. tenía que salir para Montreal para participar en una tertulia local y reunirse con la madre del joven que inició un tiroteo en el Parlamento Canadiense el pasado octubre. Boudreau puso los espaguetis al fuego y empezó a pasear por la habitación con otra llamada de la prensa al teléfono. Luke y un amigo llegaban a casa del colegio con una granizada roja enorme y correteaban por el patio trasero. Paige miraba la tele con cara lánguida. La pasta, desatendida, se pasó de hervor.
Estando yo a punto de rescatar la cena, Mike, la pareja de Boudreau, llegó a casa de su trabajo en una obra en el pueblo, lleno de polvo y agotado. Después de disculparme por la intrusión en el hogar, murmuró que no era ni mucho menos la primera periodista que encontraba en su casa. Le pregunté si me contaría algo para esta historia. “Ah, no, ni siquiera quiero meterme ahí”, me respondió. “Yo vivo en mi propia burbuja”. Se abrió una cerveza y se excusó.
Boudreau se terminó su plato de pasta con avidez, perdida en sus pensamientos, sin hablar apenas con Mike y Paige, sentados a su lado. Luego se fue al sofá a poca distancia de ella y se sumergió en la teleconferencia con los somalíes. Se le iluminó la cara y su voz se alzó envuelta en risas y entusiasmo. En un instante, ya estaba completamente metida en la conversación. Paige y Mike continuaban comiendo en silencio, salvo por algún susurro ocasional, intentando no molestar a Boudreau. Luego se fueron de puntillas en busca de un helado.
Koehler me dijo que Boudreau está “usando sus heridas de una forma proactiva”. Pero, en cierto modo, ha escogido a su hijo muerto por encima de su familia. Se pasa la mayor parte del día en el mundo de Damian, no en el de su familia, y este hecho ha tenido repercusiones muy reales para sus vidas. Su volumen de trabajo como contable ha quedado reducido a un goteo eventual. No puede tener un trabajo a jornada completa, algo que achaca al hecho de haberse convertido en un personaje público como madre de un combatiente del EI. Todo el activismo no hace sino incrementar la presión económica: las facturas de teléfono de mayo y junio han sobrepasado los 1.000 dólares.
Mientras tanto, el impacto de la muerte de su hijo se ha ido infiltrando lentamente dentro de la familia. El pasado verano, Hope, la hermanastra de 13 años de Damian, se marchó a vivir con su padre. Se pasó doce meses sin hablar con Boudreau. Luke está en terapia y le han diagnosticado trastorno de adaptación. Este chico bajito con una pelusa de pelo rubio y ojos veloces e inteligentes, me dijo que en el colegio se siente excluido. “Me dicen que hablo demasiado sobre el tema y que siempre estoy montando dramas”, me explicó. A veces se enfada con Damian por haber roto la promesa que le hizo, con los meñiques entrelazados, de regresar a casa después de cuatro años en Egipto. A veces se culpa a sí mismo, preguntándose si había sido demasiado duro con él cuando jugaban a las peleas. “El único momento en que soy feliz es cuando duermo”, manifiesta.
Poco antes esa misma tarde, sentadas en el porche de Boudreau, fumando, me contó que Damian no era el primer hijo que perdía. En 2001, el hermano mellizo de Hope murió a causa del síndrome de muerte súbita, cuando apenas tenía un mes de vida. Su muerte sumergió a Boudreau en una larga depresión, que también afectó profundamente a Damian. Ahora, de sus cuatro hijos, dos están muertos y uno apenas le habla. La relación con su pareja también se tambalea. “Mike no es feliz, esto resulta demasiado para él”, confiesa. “Quiere que deje el activismo y que las cosas vuelvan a ser como eran antes”.
Hay noches en las que a Boudreau le vence la abrumadora losa con la que vive a sus espaldas. Esas noches, cuando la casa duerme, se mete en el coche, lleno de los desperdicios de una vida familiar suburbana, y le grita a Damian como si estuviera sentado en el asiento del copiloto. Le grita y le reprocha todo lo que ha causado a su familia, la destrucción de su madre, la destrucción de Luke, le reprocha estar muerto y en paz mientras que ella tiene que reparar lo irreparable. Luego se echa a llorar y se quita la máscara de fortaleza que se pone todos los días por el bien de sus hijos. Y cuando ya ha gritado todo lo que lleva dentro, vuelve escaleras arriba para deslizarse en su cama junto a Mike, en un intento, como el de Luke, de encontrar algo de consuelo en el sueño. El mañana llegará con otro día de entrevistas para la prensa y de llamadas telefónicas, otro día de la vida que Damian ha elegido para ella. “Si hubiera sabido entonces lo que sé ahora”, me confesó Boudreau mientras daba una calada a su cigarro con la mirada entornada en dirección al sol crepuscular, “nunca habría tenido hijos”.